De la insolvencia en carbono a los dividendos del clima

BERLÍN – La limitación del calentamiento planetario a 2ºC por encima de los niveles preindustriales es absolutamente decisiva, según dicen el G-8 y la mayoría de los mejores meteorólogos del mundo. Si no se trata de simples opiniones de boquilla, las consecuencias serán radicales.

Para empezar, hasta 2050 sólo se podrá emitir a la atmósfera un total de unas 700 gigatoneladas de dióxido de carbono. Al ritmo actual de emisiones, ese “presupuesto” se agotará en 20 años; si las emisiones aumentan como se espera, el mundo llegará a ser antes incluso “insolvente” en carbono. Por eso, la reducción del CO2 y otros gases que producen el efecto de invernadero deberá comenzar lo antes posible. Perder más tiempo hará que los costos se pongan por las nubes y vuelvan obsoleto el límite de 2ºC.

El Norte rico no puede seguir como antes, los países industriales en ascenso deben abandonar la antigua vía a la prosperidad basada en la industria y el resto del mundo tal vez ni siquiera pueda internarse por ella. Sin embargo, las negociaciones sobre los límites de emisiones con cada uno de los 192 países signatarios en el período anterior a la Cumbre de Copenhague, que se celebrará en diciembre de 2009, no han dado indicios hasta ahora de que vaya a haber un cambio tan radical.

Un acuerdo mundial sobre el clima debe ser más sencillo, justo y flexible que el actual Protocolo de Kyoto. Para lograrlo, el Consejo del Cambio Climático de Alemania  (WGBU) propone que se adopte una fórmula presupuestaria. La idea es la de que en el futuro se asigne a todos los Estados un presupuesto nacional de emisiones por habitante que reúna tres elementos básicos de un acuerdo justo sobre el cambio climático: la responsabilidad histórica de los mayores países industriales, la capacidad actual de desempeño de los países y la suficiencia mundial de medios para la supervivencia de la Humanidad.

Se trata de una tarea inmensa. En un nivel mundial, es necesaria una rápida y amplia descarbonización de la economía mundial. Todos los países deben reducir su utilización de combustibles fósiles y substituirlos por energías renovables tan pronto –y en la máxima medida– como sea posible, pero, como los países de la OCDE (encabezados por los Estados Unidos y Australia) pronto agotarán sus presupuestos de carbono, aun después de aplicar reducciones muy importantes de emisiones, deben cooperar con los  países en desarrollo que aún tengan superávits presupuestarios. Para romper el nudo gordiano de las negociaciones sobre el clima, es necesario ofrecer transferencias financieras y tecnológicas a cambio de la capacidad para rebasar un presupuesto nacional.

Así, pues, una política responsable en materia de clima mundial entraña un cambio fundamental de las relaciones internacionales y, para hacer las innovaciones institucionales necesarias en la gestión de los asuntos mundiales, hace falta valor. Hasta ahora, la riqueza de las naciones ha estado basada en la combustión de carbón, gas y petróleo, pero, si se toma en serio la meta de los 2ºC, en el siglo XXI habrá países que no se hayan internado tanto por la vía de la carbonización (como grandes extensiones de África) o que la abandonen a tiempo (por ejemplo, la India y el Pakistán) y que podrán hacerse ricos ayudando a sociedades que deben descarbonizarse rápidamente.

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De momento, todo esto sigue siendo utópico. En su estado actual, los planes de límites máximos e intercambio para reducir las emisiones distan mucho de ser justos y eficaces; una importante mejora consistiría en la creación de un Banco Central del Clima para registrar y supervisar la transferencia de créditos de emisiones. Dicho banco velaría también por que el comercio de derechos de emisión no contrarrestara el objetivo de permanecer dentro del presupuesto mundial total, mediante, por ejemplo, la venta completa de créditos de emisiones  no utilizados por determinados países en desarrollo al comienzo del período contractual. Para lograrlo, el Banco Central del Clima debe tener poder para desempeñar su tarea, lo que, a su vez, entraña que rinda cuentas y tenga legitimidad democrática, cosa de la que carecen fundamentalmente organismos multilaterales como, por ejemplo, el Banco Mundial.

También serán necesarios otros cambios en la gestión de los asuntos mundiales: entre ellos, la consolidación de las negociaciones directas entre las antiguas y las nuevas potencias mundiales (los Estados Unidos, la Unión Europea y China) y los países en desarrollo y en ascenso, incluidas nuevas potencias regionales, como México, Egipto, Turquía e Indonesia.

En ese marco, el antiguo G-7/8 no puede seguir funcionando como un centro hegemónico, sino como un intermediario y un órgano preparatorio. Simultáneamente, dentro de una estructura variable de negociación, debe haber vínculos con las numerosas instituciones de conferencias de las Naciones Unidas, así como asociaciones político-económicas regionales, como, por ejemplo, la UE, Mercosur o la Unión Africana.

Esa flexible (y -¡ay!- frágil) estructura de negociación en múltiples niveles sólo puede funcionar en la medida en que esté orientada hacia claras bases morales para la negociación, tenga suficiente legitimidad democrática y reciba apoyo en los ámbitos locales y nacionales de acción. A los dirigentes mundiales les resultará mucho más fácil encaminarse hacia la consecución de grandes metas de cooperación, si cuentan con el apoyo de las visiones del futuro de la sociedad civil.

La de una sociedad con poca utilización del carbono no constituye una situación de crisis, sino la visión realista de la liberación respecto de la vía del desarrollo excesivo, caro y peligroso. En 1963, cuando el mundo escapó por poco de una catástrofe nuclear, el físico Max Born escribió: “La paz mundial en un mundo que se ha vuelto más pequeño no es una utopía, sino una necesidad, una condición para la supervivencia de la Humanidad”. Esas palabras nunca han sido más ciertas.

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