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Lo sagrado y la política en Estados Unidos

NUEVA YORK – Charles Carroll de Carrollton (Maryland) fue el único firmante católico de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos en 1776. Pese a ser uno de los Padres Fundadores, como católico tenía impedido acceder a cargos públicos; y esto no cambió hasta 1789, cuando la Constitución prohibió al Congreso instituir religión oficial, y la pertenencia religiosa dejó de ser un impedimento para el acceso a la función pública.

Esta separación de la Iglesia y el Estado no dejó contentos a todos. Algunos acusaron a Thomas Jefferson de ser un peligroso infiel, y hubo fanáticos que creían que si llegaba a presidente, sería el fin de la religión en Estados Unidos. Todavía hoy muchos querrían volver a poner la religión en el centro de la vida pública y política. Tal vez el procurador general de los Estados Unidos, William Barr (un católico profundamente conservador), estaba pensando en eso cuando denunció a los “secularistas” por su “ataque a la religión y a los valores tradicionales”.

El prejuicio contra los católicos como enemigos de la libertad y traidores en potencia (por su lealtad espiritual a Roma) también fue duradero. En 1821, John Adams se preguntó si un gobierno libre era compatible con la religión católica. Las ideas angloamericanas de libertad y democracia se asociaban tradicionalmente con el indómito individualismo protestante; a los católicos se los consideraba esclavos reaccionarios de una jerarquía eclesiástica. Se veía a los individualistas protestantes como librepensadores, industriosos y comprometidos con lograr lo mejor de sí mismos (en sentido material, tanto como espiritual), mientras que los católicos eran atrasados y a menudo perezosos.

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