MÚNICH – El orden internacional liberal, fundamental en la estabilización del mundo al final de la Guerra Fría, está en peligro. El revanchismo ruso, el caos de Oriente Medio o el hervidero de tensiones en el Mar del Sur de China, no son sino síntomas de que el sistema comienza a fisurarse.
Son numerosos los vectores de esta desestabilización, desde el desplazamiento del epicentro económico global al Este, el debilitamiento de las instituciones formales, o la creciente desafección de los ciudadanos respecto de sus dirigentes que asola las sociedades occidentales. Sin perjuicio de ello, por encima de todo, la erosión del orden internacional liberal trae causa de dos procesos: el repliegue estadounidense del liderazgo global y la prolongada crisis europea.
Tras seis años liderando desde la retaguardia y estableciendo intrascendentes líneas rojas, desde EE.UU. llegan señales de una voluntad de retorno a la dirección de los asuntos globales, con el presidente Barack Obama buscando acuerdos flexibles e innovadores –diplomáticos y militares–.
El tratado del clima de París y el acuerdo sobre el programa nuclear de Irán apuntaron en esa dirección en 2015. El presupuesto militar para 2017 presentado por el Secretario de Defensa de EE.UU., Ashton Carter, respondería a esta ambición de reforzar su posición global. La propuesta cuadriplica el gasto en Europa para “apoyar a los aliados de la OTAN frente a la agresión rusa”. Muchos europeos que denunciaron y lamentaron el “giro” hacia Asia de Obama en el momento en que Rusia iniciaba sus agresiones en Ucrania, se habrán sentido aliviados. Europa es, de nuevo, una prioridad estratégica para EE.UU. Pero hay que ser claros, EE.UU. ha subido a la red porque los europeos no lo han hecho.
Y conviene no olvidar que, si bien el liderazgo americano es preciso, Europa es fundamental para alcanzar masa crítica. Por ello, este último “rescate” en materia de seguridad de EE.UU. puede suponer un duro golpe para los europeos en su capacidad de incidir en la agenda internacional y arruinar más de dos décadas de trabajo en pos de una voz global.
En 2011, tras la intervención de la OTAN en Libia que dejó al desnudo los límites militares europeos, el entonces Secretario de Defensa estadounidense, Robert Gates, lanzó desde Bruselas un duro mensaje: “si no se pone freno y revierte la creciente merma de las capacidades europeas en materia de defensa, los futuros dirigentes de EE.UU. –aquéllos que, a diferencia de mí, no se formaron en la Guerra Fría– podrían pensar que los beneficios de la inversión de EE.UU. en la OTAN no compensan los costes”.
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Desde entonces, Rusia se ha anexionado Crimea y ha desestabilizado el este de Ucrania; el caos en Oriente Medio ha engendrado una colosal crisis migratoria; y la amenaza terrorista aumenta. Con todo, y pese a las extensas negociaciones sobre la modernización y el reforzamiento de su seguridad, Europa no ha producido ningún avance significativo.
El cambio de rumbo de EE.UU. no es resultado de una comunidad de acción de la Unión Europea sino, por el contrario, de la voluntad americana de evitar que la amenaza rusa se desboque; mientras, la creciente presión sobre Moscú de los persistentes bajos precios de la energía proyecta el riesgo de que el presidente ruso Vladimir Putin atice el fuego del nacionalismo.
A primera vista, este posicionamiento de EE.UU. frente a Rusia trae a la memoria situaciones pasadas de incapacidad europea, como sucedió en Bosnia en los años 90. Pero la coyuntura actual trasciende aquellos episodios y evoca los tiempos de la Guerra Fría y una Europa más objeto geopolítico que actor: el continente corre el riesgo de convertirse de nuevo en el tablero donde Washington y el Kremlin mueven sus fichas.
El peso económico de EE.UU. ha pasado de un quinto en 2001 a un sexto en la actualidad y, por firme que sea su compromiso y grande su capacidad de innovación, no puede garantizar en solitario el orden internacional. Necesita aliados. Y la UE, que pese a años de estancamiento sigue siendo la mayor economía mundial, es ese aliado imprescindible. Pero para ello debe actuar y actuar unida.
Durante el siglo XX, el socio por excelencia de EE.UU. fue europeo. Hoy sin embargo, cuando vuelve a ser imprescindible, Europa se margina. Y, a menos que sus líderes reorienten el rumbo, asistiremos a la progresiva y dolorosa quiebra del orden internacional liberal.
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Iran’s mass ballistic missile and drone attack on Israel last week raised anew the specter of a widening Middle East war that draws in Iran and its proxies, as well as Western countries like the United States. The urgent need to defuse tensions – starting by ending Israel’s war in Gaza and pursuing a lasting political solution to the Israeli-Palestinian conflict – is obvious, but can it be done?
The most successful development stories almost always involve major shifts in the sources of economic growth, which in turn allow economies to reinvent themselves out of necessity or by design. In China, the interplay of mounting external pressures, lagging household consumption, and falling productivity will increasingly shape China’s policy choices in the years ahead.
explains why the Chinese authorities should switch to a consumption- and productivity-led growth model.
Designing a progressive anti-violence strategy that delivers the safety for which a huge share of Latin Americans crave is perhaps the most difficult challenge facing many of the region’s governments. But it is also the most important.
urge the region’s progressives to start treating security as an essential component of social protection.
MÚNICH – El orden internacional liberal, fundamental en la estabilización del mundo al final de la Guerra Fría, está en peligro. El revanchismo ruso, el caos de Oriente Medio o el hervidero de tensiones en el Mar del Sur de China, no son sino síntomas de que el sistema comienza a fisurarse.
Son numerosos los vectores de esta desestabilización, desde el desplazamiento del epicentro económico global al Este, el debilitamiento de las instituciones formales, o la creciente desafección de los ciudadanos respecto de sus dirigentes que asola las sociedades occidentales. Sin perjuicio de ello, por encima de todo, la erosión del orden internacional liberal trae causa de dos procesos: el repliegue estadounidense del liderazgo global y la prolongada crisis europea.
Tras seis años liderando desde la retaguardia y estableciendo intrascendentes líneas rojas, desde EE.UU. llegan señales de una voluntad de retorno a la dirección de los asuntos globales, con el presidente Barack Obama buscando acuerdos flexibles e innovadores –diplomáticos y militares–.
El tratado del clima de París y el acuerdo sobre el programa nuclear de Irán apuntaron en esa dirección en 2015. El presupuesto militar para 2017 presentado por el Secretario de Defensa de EE.UU., Ashton Carter, respondería a esta ambición de reforzar su posición global. La propuesta cuadriplica el gasto en Europa para “apoyar a los aliados de la OTAN frente a la agresión rusa”. Muchos europeos que denunciaron y lamentaron el “giro” hacia Asia de Obama en el momento en que Rusia iniciaba sus agresiones en Ucrania, se habrán sentido aliviados. Europa es, de nuevo, una prioridad estratégica para EE.UU. Pero hay que ser claros, EE.UU. ha subido a la red porque los europeos no lo han hecho.
Y conviene no olvidar que, si bien el liderazgo americano es preciso, Europa es fundamental para alcanzar masa crítica. Por ello, este último “rescate” en materia de seguridad de EE.UU. puede suponer un duro golpe para los europeos en su capacidad de incidir en la agenda internacional y arruinar más de dos décadas de trabajo en pos de una voz global.
En 2011, tras la intervención de la OTAN en Libia que dejó al desnudo los límites militares europeos, el entonces Secretario de Defensa estadounidense, Robert Gates, lanzó desde Bruselas un duro mensaje: “si no se pone freno y revierte la creciente merma de las capacidades europeas en materia de defensa, los futuros dirigentes de EE.UU. –aquéllos que, a diferencia de mí, no se formaron en la Guerra Fría– podrían pensar que los beneficios de la inversión de EE.UU. en la OTAN no compensan los costes”.
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Desde entonces, Rusia se ha anexionado Crimea y ha desestabilizado el este de Ucrania; el caos en Oriente Medio ha engendrado una colosal crisis migratoria; y la amenaza terrorista aumenta. Con todo, y pese a las extensas negociaciones sobre la modernización y el reforzamiento de su seguridad, Europa no ha producido ningún avance significativo.
El cambio de rumbo de EE.UU. no es resultado de una comunidad de acción de la Unión Europea sino, por el contrario, de la voluntad americana de evitar que la amenaza rusa se desboque; mientras, la creciente presión sobre Moscú de los persistentes bajos precios de la energía proyecta el riesgo de que el presidente ruso Vladimir Putin atice el fuego del nacionalismo.
A primera vista, este posicionamiento de EE.UU. frente a Rusia trae a la memoria situaciones pasadas de incapacidad europea, como sucedió en Bosnia en los años 90. Pero la coyuntura actual trasciende aquellos episodios y evoca los tiempos de la Guerra Fría y una Europa más objeto geopolítico que actor: el continente corre el riesgo de convertirse de nuevo en el tablero donde Washington y el Kremlin mueven sus fichas.
El peso económico de EE.UU. ha pasado de un quinto en 2001 a un sexto en la actualidad y, por firme que sea su compromiso y grande su capacidad de innovación, no puede garantizar en solitario el orden internacional. Necesita aliados. Y la UE, que pese a años de estancamiento sigue siendo la mayor economía mundial, es ese aliado imprescindible. Pero para ello debe actuar y actuar unida.
Durante el siglo XX, el socio por excelencia de EE.UU. fue europeo. Hoy sin embargo, cuando vuelve a ser imprescindible, Europa se margina. Y, a menos que sus líderes reorienten el rumbo, asistiremos a la progresiva y dolorosa quiebra del orden internacional liberal.