PARÍS – A mediados de la década de 1980 solo siete países tenían normas fiscales. En 2015, según el último recuento del Fondo Monetario Internacional, eran 96. La mayoría contaba con disposiciones que limitaban la deuda pública, los déficits presupuestarios o ambas cosas, y había algunos con normas adicionales para el gasto público.
Esta circunscripción de la discreción fiscal fue en parte una respuesta a experiencias traumáticas como la «Década Perdida» en Latinoamérica —que siguió a las crisis de la deuda en la década de 1980—, el doloroso ajuste que sufrieron los países a los que la suba de las tasas de interés a principios de la década de 1990 sorprendió con la guardia baja, y la crisis de la deuda soberana europea en 2010-12; pero la adopción de normas fiscales también tuvo algo que ver con la creciente desconfianza frente al activismo fiscal.
En el año 2000, John B. Taylor, de la Universidad de Stanford, capturó el espíritu de la época cuando escribió: «es mejor dejar que la política fiscal logre su principal impacto anticíclico a través de los estabilizadores automáticos», en otras palabras, dejarla en piloto automático. El consenso entonces era que la política monetaria es una herramienta más ágil y eficaz, porque las decisiones clave quedan en manos de un banco central independiente y se las puede implementar con una simple firma.
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Rather than seeing themselves as the arbiters of divine precepts, Supreme Court justices after World War II generally understood that constitutional jurisprudence must respond to the realities of the day. Yet today's conservatives have seized on the legacy of one of the few justices who did not.
considers the complicated legacy of a progressive jurist whom conservatives now champion.
In October 2022, Chileans elected a far-left constitutional convention which produced a text so bizarrely radical that nearly two-thirds of voters rejected it. Now Chileans have elected a new Constitutional Council and put a far-right party in the driver’s seat.
blames Chilean President Gabriel Boric for the rapid rise of the authoritarian populist José Antonio Kast.
PARÍS – A mediados de la década de 1980 solo siete países tenían normas fiscales. En 2015, según el último recuento del Fondo Monetario Internacional, eran 96. La mayoría contaba con disposiciones que limitaban la deuda pública, los déficits presupuestarios o ambas cosas, y había algunos con normas adicionales para el gasto público.
Esta circunscripción de la discreción fiscal fue en parte una respuesta a experiencias traumáticas como la «Década Perdida» en Latinoamérica —que siguió a las crisis de la deuda en la década de 1980—, el doloroso ajuste que sufrieron los países a los que la suba de las tasas de interés a principios de la década de 1990 sorprendió con la guardia baja, y la crisis de la deuda soberana europea en 2010-12; pero la adopción de normas fiscales también tuvo algo que ver con la creciente desconfianza frente al activismo fiscal.
En el año 2000, John B. Taylor, de la Universidad de Stanford, capturó el espíritu de la época cuando escribió: «es mejor dejar que la política fiscal logre su principal impacto anticíclico a través de los estabilizadores automáticos», en otras palabras, dejarla en piloto automático. El consenso entonces era que la política monetaria es una herramienta más ágil y eficaz, porque las decisiones clave quedan en manos de un banco central independiente y se las puede implementar con una simple firma.
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