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Europa necesita un nuevo marco fiscal

PARÍS – A mediados de la década de 1980 solo siete países tenían normas fiscales. En 2015, según el último recuento del Fondo Monetario Internacional, eran 96. La mayoría contaba con disposiciones que limitaban la deuda pública, los déficits presupuestarios o ambas cosas, y había algunos con normas adicionales para el gasto público.

Esta circunscripción de la discreción fiscal fue en parte una respuesta a experiencias traumáticas como la «Década Perdida» en Latinoamérica —que siguió a las crisis de la deuda en la década de 1980—, el doloroso ajuste que sufrieron los países a los que la suba de las tasas de interés a principios de la década de 1990 sorprendió con la guardia baja, y la crisis de la deuda soberana europea en 2010-12; pero la adopción de normas fiscales también tuvo algo que ver con la creciente desconfianza frente al activismo fiscal.

En el año 2000, John B. Taylor, de la Universidad de Stanford, capturó el espíritu de la época cuando escribió: «es mejor dejar que la política fiscal logre su principal impacto anticíclico a través de los estabilizadores automáticos», en otras palabras, dejarla en piloto automático. El consenso entonces era que la política monetaria es una herramienta más ágil y eficaz, porque las decisiones clave quedan en manos de un banco central independiente y se las puede implementar con una simple firma.

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