srinivas1_SERGEI GAPONAFP via Getty Images_belarus protest Sergei Gapon/AFP via Getty Images

El derecho a protestar está asediado

LONDRES – Los líderes autocráticos a menudo buscan nuevas maneras de socavar el derecho a protestar, porque saben que protestar puede ser una fuerza extraordinariamente poderosa para el cambio político y social. A lo largo de la última década, las protestas derrocaron a autócratas, obligaron a gobiernos y corporaciones a reconocer la emergencia climática, dieron voz a los trabajadores que sufren bajo sistemas económicos injustos, e instaron a reformas para hacer frente a la brutalidad policial y el racismo estructural.

Como puntualizó Peter Mutasa, presidente del Congreso de Sindicatos de Zimbabue, institución que este año protestó pidiendo mejores condiciones de trabajo, las protestas son a menudo el “único poder y fuerza compensatoria” frente a gobiernos represivos y es la única manera para que las personas marginadas obtengan acceso a servicios públicos. E incluso en contextos donde aún no han alcanzado sus objetivos, las protestas han sacudido arraigadas estructuras de poder.

En Bielorrusia, por ejemplo, las protestas pacíficas encabezadas por mujeres (con la activa participación de amplios sectores de la sociedad bielorrusa, incluidos artistas y sindicalistas) han continuado desde las amañadas elecciones presidenciales de agosto. En Tailandia, las actuales protestas de manifestantes a favor de reformas democráticas han puesto de relieve un debate de crucial importancia sobre el papel constitucional de la monarquía, que hasta hace poco estaba fuera de los límites del debate público. Y, las protestas tras el asesinato de George Floyd en mayo convirtieron al racismo estructural en un tema central de la campaña electoral por la presidencia de Estados Unidos.

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