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El mundo no debe olvidarse del cambio climático

DESSAU-ROßLAU – Si algo nos enseñó la pandemia de coronavirus, es que nuestras economías y sociedades, interconectadas y globalizadas, son muy vulnerables a shocks repentinos.

El brote de COVID‑19, con la magnitud terrible de su impacto, fue un hecho imprevisible, un «cisne negro». Ahora mismo, el imperativo es acelerar la implementación de paquetes y políticas que ayuden a combatir la crisis sanitaria, proteger a los vulnerables y crear condiciones para reiniciar las economías cuando lo peor de la pandemia haya pasado. Ese será también el momento para que los gobiernos, los científicos y las comunidades hagan una pausa, reflexionen sobre las enseñanzas aprendidas y formulen planes para aumentar la resiliencia de las sociedades y su capacidad de enfrentar posibles pandemias futuras.

Pero no por ello debemos olvidar otro desafío a la civilización que es mucho más grande: el cambio climático. Y decididamente, aquí no se trata de un «cisne negro», ya que las alarmas científicas vienen sonando (cada vez más alto) hace años.

Como en cualquier emergencia, el tiempo es esencial. Sin una rápida intervención ahora, el cambio climático puede afectar las vidas y los medios de subsistencia de miles de millones de personas, generar graves riesgos para incontables comunidades y para la existencia misma de ciudades costeras y pequeños estados insulares y activar procesos dañinos que afectarán a muchas generaciones futuras. El calentamiento global (como el cambio ambiental en general) también incrementa el riesgo de que reaparezcan enfermedades que habían sido erradicadas y de que crezca la difusión geográfica de otras que ya están presentes, como la malaria. A lo que se suma la posibilidad de que surjan nuevas amenazas sanitarias, de lo que es un buen ejemplo el brote del virus Nipah en Malasia a fines de los noventa.

Felizmente, ya sabemos muy bien lo que hay que hacer para encarar el cambio climático y crear un mundo mejor y más sostenible. Si ponemos ese conocimiento en obra, tendremos economías igual de productivas que ahora, pero con nuevas clases de empleos ecológicos, aire más puro, océanos más saludables, ciudades menos contaminadas y tal vez más justicia social.

La lucha contra el cambio climático (y otras amenazas de nivel global y nacional) demanda una mirada opuesta a la divisiva estrechez del «yo, mis intereses y mi país primero» y orientada en cambio a un más amplio «nosotros», unidos por un interés compartido y una causa común: la supervivencia. Más en concreto, los científicos sostienen que debemos limitar el calentamiento global a no más de 1,5 °C para evitar un aumento de frecuencia y poder destructivo de los fenómenos meteorológicos extremos y para proteger sistemas naturales como los arrecifes de coral y los bosques tropicales como la Amazonia.

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Gracias al Acuerdo de París sobre el clima (2015), el mundo tiene una hoja de ruta para el logro de un futuro con baja emisión de carbono. Casi todos los países tienen planes nacionales, que demandan a los países ricos dar apoyo a los pobres, y a los gobiernos ir subiendo la escala de las iniciativas climáticas con el correr del tiempo. La ambiciosa meta es lograr en 2050 un mundo con «emisión neta cero» que pueda mirarse en el espejo y decir «lo logramos».

La pandemia de COVID‑19 resalta el hecho de que estamos todos en el mismo barco: ningún país está a salvo de grandes amenazas globales. Y esa misma solidaridad entre países y pueblos es necesaria para afrontar el riesgo todavía mayor del cambio climático.

Hay razones para el optimismo. La capacidad de generación limpia de energía, por ejemplo solar y eólica, se está duplicando cada 5,5 años (o incluso más rápido), y la electrificación de los sistemas de transporte está en marcha.

En tanto, miles de ciudades, en el marco de asociaciones como ICLEI (Gobiernos Locales para la Sostenibilidad) y C40 Cities, han adoptado ambiciosas metas de reducción de emisiones. Más de 800 compañías globales se fijaron metas similares en línea con el consenso climatológico, y se han comprometido inversiones por más de 30 billones de dólares para una economía descarbonizada.

Pero todavía vamos retrasados en muchas áreas. Por ejemplo, según cálculos de la Alianza Mundial para los Edificios y la Construcción, las formas actuales de construir y usar las casas y los lugares de trabajo genera casi el 40% de las emisiones mundiales de dióxido de carbono.

Ante una enfermedad ocurre muchas veces que los científicos puedan desarrollar en poco tiempo una vacuna; pero el cambio climático no tendrá cura si lo enfrentamos con medidas parciales. Los próximos años serán cruciales, comenzando por la conferencia COP26 sobre el clima que está previsto celebrar en noviembre en el Reino Unido, cinco años después de la histórica cumbre de París. Es esencial que una inmensa mayoría de los gobiernos allí presentes, con el apoyo de una masa crítica de autoridades locales, empresas y oenegés, se fije metas más ambiciosas en la lucha contra el cambio climático.

Al mismo tiempo, es necesario que en cuanto ciudadanos exhortemos a los gobiernos a hacer lo correcto y encarar el calentamiento global con medidas rápidas y de la escala necesaria. Y cuando lo peor de la pandemia de COVID‑19 haya pasado, nos reencontraremos en los lugares de trabajo, en las comunidades y en los hogares, para apoyar la creación de un futuro más saludable y climáticamente seguro. Así 2020 será un año para recordar también por buenas razones.

Traducción: Esteban Flamini

https://prosyn.org/AH0fixves