BERLÍN – El año pasado, tres de las mayores empresas cárnicas del mundo (JBS, Cargill y Tyson Foods) emitieron más gases de efecto invernadero que Francia, y casi tanto como algunas grandes petroleras. Sin embargo, mientras gigantes de la energía como Exxon y Shell fueron blanco de críticas por su responsabilidad en relación con el cambio climático, las corporaciones productoras de lácteos y carne han eludido el escrutinio. Para evitar un desastre medioambiental, esta disparidad de criterios debe cambiar.
En un intento de llamar la atención sobre el tema, el Instituto de Política Agrícola y Comercial, GRAIN y la Fundación Heinrich Böll (Alemania) se unieron para estudiar la “desmesurada huella climática” de la industria ganadera internacional. Lo que hallamos fue asombroso. En 2016, las veinte empresas cárnicas y lácteas más grandes del mundo emitieron más gases de efecto invernadero que Alemania. Si fueran un país, serían el séptimo mayor emisor del planeta.
Es obvio que para mitigar el cambio climático hay que frenar las emisiones de las industrias cárnica y láctea. La pregunta es cómo.
Hoy las empresas de esta industria tienen poder político en todo el mundo; los recientes arrestos de dos ejecutivos de JBS (los hermanos Joesley y Wesley Batista) desnudaron la corrupción del sector. JBS es la mayor procesadora de carne del mundo; en 2016 ganó casi 20 000 millones de dólares más que su competidora más cercana, Tyson Foods. Pero JBS llegó donde está con ayuda del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social de Brasil, y aparentemente, sobornando a más de 1800 políticos. No es de extrañar entonces que a la empresa no le preocupen particularmente las emisiones. En 2016, JBS, Tyson y Cargill emitieron 484 millones de toneladas de gases con efecto sobre el clima (46 millones más que BP, la megapetrolera británica).
Los miembros de las industrias cárnica y láctea presionan intensamente por la aprobación de políticas favorables a la producción, a menudo en detrimento de la salud pública y medioambiental. Con una variedad de estrategias que van de poner trabas a las normas sobre reducción de emisiones de óxido nitroso y metano a eludir obligaciones de reducir la contaminación del aire, el agua y el suelo, estas empresas lograron aumentar las ganancias y cargar los costos de la contaminación a la gente.
Una de las muchas consecuencias es que hoy la producción ganadera genera casi el 15% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero (más que todo el sector de transporte del mundo). Además, se prevé que en las próximas décadas gran parte del incremento de producción cárnica y láctea saldrá del modelo industrial; si el ritmo de crecimiento coincide con lo pronosticado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, será mucho más difícil impedir aumentos de las temperaturas a niveles apocalípticos.
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En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP23) celebrada el mes pasado en Bonn (Alemania), se instruyó a varios organismos de la ONU (por primera vez en la historia) para que cooperen en temas relacionados con la agricultura, incluida la gestión del ganado. Es una decisión loable por muchos motivos, pero sobre todo porque comenzará a exponer los conflictos de interés endémicos al comercio agroindustrial en todo el mundo.
Un viejo argumento de las industrias cárnica y láctea para eludir la responsabilidad por el clima es que la seguridad alimentaria demanda necesariamente aumentar la producción; insisten en que las corporaciones pueden producir carne o leche con más eficiencia que un pastor en el Cuerno de África o un productor de pequeña escala en la India.
Por desgracia, las políticas actuales sobre el clima no refutan esta narrativa, y algunas incluso alientan una mayor producción e intensificación. En vez de fijar metas para la reducción de las emisiones totales relacionadas con la industria, muchas políticas actuales incentivan a las empresas a exprimir hasta la última gota de leche de las vacas y llevar el ganado al matadero lo antes posible. Eso implica equiparar a los animales con máquinas tecnológicamente ajustables para que produzcan más con menos e ignorar los demás efectos negativos de este modelo.
Pero hay soluciones. Para empezar, los gobiernos pueden redirigir fondos públicos desde la producción agrícola de tipo fabril y la agroindustria a gran escala hacia granjas familiares más pequeñas y ecológicamente conscientes; y usar las políticas de compra pública para apoyar la creación de mercados para los productos locales y alentar economías de agricultura en pequeña escala más limpias y vibrantes.
Muchas ciudades de todo el mundo ya basan sus políticas energéticas en el cambio climático. El mismo criterio puede aplicarse a las políticas alimentarias municipales. Por ejemplo, una mayor inversión en programas de provisión directa de alimentos desde granjas a hospitales y escuelas puede garantizar dietas más sanas para los destinatarios, fortalecer las economías locales y reducir el impacto climático de las industrias láctea y cárnica.
Las megaempresas lácteas y cárnicas llevan demasiado tiempo actuando con total impunidad en relación con el clima. Para poner freno a la suba mundial de temperaturas y evitar una crisis ecológica, los consumidores y los gobiernos deben esforzarse más en apoyar la producción ambientalmente consciente. Es lo mejor para nuestra salud y para la salud del planeta.
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As US President-elect Donald Trump prepares to make good on his threats to upend American institutions, the pressure is on his opponents to figure out how to defend, and eventually strengthen, US democracy. But first they must understand how the United States reached this point.
Following South Korean President Yoon Suk-yeol’s groundless declaration of martial law, legislators are pursuing his impeachment. If they succeed, they will have offered a valuable example of how democracies should deal with those who abuse the powers of their office.
thinks the effort to remove a lawless president can serve as an important signal to the rest of the world.
BERLÍN – El año pasado, tres de las mayores empresas cárnicas del mundo (JBS, Cargill y Tyson Foods) emitieron más gases de efecto invernadero que Francia, y casi tanto como algunas grandes petroleras. Sin embargo, mientras gigantes de la energía como Exxon y Shell fueron blanco de críticas por su responsabilidad en relación con el cambio climático, las corporaciones productoras de lácteos y carne han eludido el escrutinio. Para evitar un desastre medioambiental, esta disparidad de criterios debe cambiar.
En un intento de llamar la atención sobre el tema, el Instituto de Política Agrícola y Comercial, GRAIN y la Fundación Heinrich Böll (Alemania) se unieron para estudiar la “desmesurada huella climática” de la industria ganadera internacional. Lo que hallamos fue asombroso. En 2016, las veinte empresas cárnicas y lácteas más grandes del mundo emitieron más gases de efecto invernadero que Alemania. Si fueran un país, serían el séptimo mayor emisor del planeta.
Es obvio que para mitigar el cambio climático hay que frenar las emisiones de las industrias cárnica y láctea. La pregunta es cómo.
Hoy las empresas de esta industria tienen poder político en todo el mundo; los recientes arrestos de dos ejecutivos de JBS (los hermanos Joesley y Wesley Batista) desnudaron la corrupción del sector. JBS es la mayor procesadora de carne del mundo; en 2016 ganó casi 20 000 millones de dólares más que su competidora más cercana, Tyson Foods. Pero JBS llegó donde está con ayuda del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social de Brasil, y aparentemente, sobornando a más de 1800 políticos. No es de extrañar entonces que a la empresa no le preocupen particularmente las emisiones. En 2016, JBS, Tyson y Cargill emitieron 484 millones de toneladas de gases con efecto sobre el clima (46 millones más que BP, la megapetrolera británica).
Los miembros de las industrias cárnica y láctea presionan intensamente por la aprobación de políticas favorables a la producción, a menudo en detrimento de la salud pública y medioambiental. Con una variedad de estrategias que van de poner trabas a las normas sobre reducción de emisiones de óxido nitroso y metano a eludir obligaciones de reducir la contaminación del aire, el agua y el suelo, estas empresas lograron aumentar las ganancias y cargar los costos de la contaminación a la gente.
Una de las muchas consecuencias es que hoy la producción ganadera genera casi el 15% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero (más que todo el sector de transporte del mundo). Además, se prevé que en las próximas décadas gran parte del incremento de producción cárnica y láctea saldrá del modelo industrial; si el ritmo de crecimiento coincide con lo pronosticado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, será mucho más difícil impedir aumentos de las temperaturas a niveles apocalípticos.
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En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP23) celebrada el mes pasado en Bonn (Alemania), se instruyó a varios organismos de la ONU (por primera vez en la historia) para que cooperen en temas relacionados con la agricultura, incluida la gestión del ganado. Es una decisión loable por muchos motivos, pero sobre todo porque comenzará a exponer los conflictos de interés endémicos al comercio agroindustrial en todo el mundo.
Un viejo argumento de las industrias cárnica y láctea para eludir la responsabilidad por el clima es que la seguridad alimentaria demanda necesariamente aumentar la producción; insisten en que las corporaciones pueden producir carne o leche con más eficiencia que un pastor en el Cuerno de África o un productor de pequeña escala en la India.
Por desgracia, las políticas actuales sobre el clima no refutan esta narrativa, y algunas incluso alientan una mayor producción e intensificación. En vez de fijar metas para la reducción de las emisiones totales relacionadas con la industria, muchas políticas actuales incentivan a las empresas a exprimir hasta la última gota de leche de las vacas y llevar el ganado al matadero lo antes posible. Eso implica equiparar a los animales con máquinas tecnológicamente ajustables para que produzcan más con menos e ignorar los demás efectos negativos de este modelo.
La experiencia de California es instructiva. En su campaña (una de las primeras del mundo) para regular la emisión agrícola de metano, el gobierno estatal fijó ambiciosas metas para reducir las emisiones del procesamiento de ganado. Pero la estrategia actual de California pasa por financiar programas de apoyo a las grandes empresas lácteas, en vez de a pequeños operadores sostenibles. Estas “soluciones” sólo han empeorado el deficiente historial de la industria en lo relativo al bienestar de trabajadores y animales, y agravado los efectos adversos sanitarios y medioambientales.
Pero hay soluciones. Para empezar, los gobiernos pueden redirigir fondos públicos desde la producción agrícola de tipo fabril y la agroindustria a gran escala hacia granjas familiares más pequeñas y ecológicamente conscientes; y usar las políticas de compra pública para apoyar la creación de mercados para los productos locales y alentar economías de agricultura en pequeña escala más limpias y vibrantes.
Muchas ciudades de todo el mundo ya basan sus políticas energéticas en el cambio climático. El mismo criterio puede aplicarse a las políticas alimentarias municipales. Por ejemplo, una mayor inversión en programas de provisión directa de alimentos desde granjas a hospitales y escuelas puede garantizar dietas más sanas para los destinatarios, fortalecer las economías locales y reducir el impacto climático de las industrias láctea y cárnica.
Las megaempresas lácteas y cárnicas llevan demasiado tiempo actuando con total impunidad en relación con el clima. Para poner freno a la suba mundial de temperaturas y evitar una crisis ecológica, los consumidores y los gobiernos deben esforzarse más en apoyar la producción ambientalmente consciente. Es lo mejor para nuestra salud y para la salud del planeta.
Traducción: Esteban Flamini