cf06b80246f86f4009a83707_pa3875c.jpg Paul Lachine

La captura del BCE

NUEVA YORK.– Nada ilustra mejor las contracorrientes políticas, los intereses especiales y las miopes decisiones económicas que afectan a Europa hoy día que el debate sobre la reestructuración de la deuda pública griega. Alemania insiste en una profunda reestructuración –un «recorte» de al menos el 50% para los acreedores– mientras que el Banco Central Europeo insiste en que las reestructuraciones de deuda deben ser voluntarias.

En los viejos tiempos –piensen en la crisis de la deuda latinoamericana de 1980– uno reuniría a los acreedores –grandes bancos en su mayoría– en una sala pequeña y negociaría un acuerdo, con una dosis de engatusamientos, o incluso presiones por parte de los gobiernos y los reguladores, ansiosos por recuperar rápidamente la estabilidad. Pero, con la llegada de la titularización de la deuda, los acreedores son ahora mucho más numerosos, e incluyen a fondos de cobertura y otros inversores sobre quienes los reguladores y gobiernos tienen poca influencia.

Por otra parte, la «innovación» en los mercados financieros ha posibilitado que los poseedores de los activos se aseguren, lo que significa que pueden sentarse a la mesa pero no «arriesgan su pellejo». Tienen intereses: desean cobrar su seguro, y eso significa que la reestructuración debe ser un «evento crediticio»: equivalente a un default. La insistencia del BCE sobre una reestructuración «voluntaria» –esto es, evitar un evento crediticio– ha generado desacuerdos entre ambas partes. La ironía es que los reguladores han permitido la creación de este sistema disfuncional.

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