WELLINGTON – Donde uno mire –los medios, la retórica de los líderes políticos o las discusiones online- encuentra un prejuicio hacia los malos ideales. Esto no pretende sugerir que nosotros (o la mayoría de nosotros) apruebe, por ejemplo, el racismo, la misoginia o la homofobia, sino más bien que les otorgamos eficacia. Creemos que los ideales extremistas deben ser combatidos, porque implícitamente los consideramos lo suficientemente potentes como para atraer nuevos adeptos, y lo suficientemente contagiosos como para propagarse.
Al mismo tiempo, tendemos a tomarnos los ideales positivos menos seriamente, instintivamente escépticos de que sea posible hacer un progreso significativo para achicar la brecha de riqueza o abrirle la puerta a una economía cero en carbono. Las políticas propuestas para alcanzar estos fines éticos son consideradas fracasos utópicos, y a los políticos que las respaldan se los mira con sospecha o directamente se los descarta. En conjunto, nuestros prejuicios nos llevan a ceder el poder motivador del idealismo a los malos, cuando podríamos estar aprovechándolo para el bien común.
Durante las elecciones generales de Nueva Zelanda en 2017, muchos analistas se burlaban de la visión optimista que defendía la líder del Partido Laborista Jacinda Ardern considerándola “polvo de hadas”. De la misma manera, cuando unos alumnos se acercaron a Dianne Feinstein, senadora norteamericana demócrata por el estado de California, para pedirle que respaldara la legislación para un Nuevo Trato Verde, ella descartó sus demandas por considerarlas poco realistas. “Esa resolución no pasará por el Senado”, dijo, “y pueden ir con quienes los enviaron aquí y decírselo”.
Ahora consideremos el caso del supremacista blanco que asesinó a 51 personas en una mezquita en Christchurch, Nueva Zelanda, en marzo: le otorgamos eficacia a sus ideales repugnantes. Su objetivo manifiesto era revertir “el gran reemplazo” de los europeos blancos por africanos y gente de Oriente Medio, lo cual, argumentó, también “salvaría al medio ambiente”. Eso es lisa y llanamente absurdo. Y, sin embargo, cuando un joven de 19 años mató a una persona e hirió a tres en un ataque en una sinagoga de California en abril, le prestamos atención al hecho de que pueda haber hecho referencia online al manifiesto del atacante de Christchurch. Y, en ambos casos, reconocemos abiertamente que estos hombres son el vástago ideológico del supremacista blanco y asesino en masa noruego Anders Breivik.
Obviamente, deberíamos seguir preocupándonos porque los ideales de supremacistas blancos y otros extremistas se propaguen online y resuenen entre nosotros. Pero si vamos a tomar en serio el poder persuasivo de estos “influenciadores”, deberíamos hacer lo mismo con los ideales positivos que a primera vista pueden parecer absurdos. Salpicada en el “polvo de hadas” de Ardern estaba la esperanza de erradicar el endeudamiento de los estudiantes y reducir significativamente la pobreza infantil. Si nos tomáramos en serio estos objetivos, podríamos darles el mismo tipo de eficacia que ya le imputamos a las ideologías tóxicas. Si no los descartamos de cuajo, podemos empezar a pensar en cómo realmente hacerlos realidad.
Ningún ideal moral digno es plenamente alcanzable. Aún en la próspera Nueva Zelanda, quienes creen verdaderamente en el esfuerzo de poner fin al desamparo se preparan para una desilusión inevitable. Imaginemos a una investigadora médica joven que sueña con curar el cáncer. Al final de su carrera, ha liderado un tratamiento revolucionario para la leucemia mieloide aguda. Técnicamente, su sueño no se hizo realidad. ¿Pero habría hecho el aporte invalorable que hizo si no hubiera abrazado el sueño poco realista de curar el cáncer?
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Al principio de su mandato como primera ministra, Ardern prometió reducir a la mitad la pobreza infantil en un lapso de diez años. Bill English, su contrincante en las elecciones de 2017 del Partido Nacional en el gobierno, rechazó durante mucho tiempo los objetivos en materia de pobreza infantil con el argumento de que no se la podía medir. Finalmente se comprometió a un objetivo comparativamente modesto como una táctica de debate electoral de choque. Si Ardern logra mantenerse en el poder por otros diez años, apostaría a que la pobreza infantil no se habrá reducido a la mitad. Su promesa no se habrá cumplido. Pero al igual que la investigadora del cáncer desilusionada, Ardern podrá hablar de los esfuerzos que marcaron una diferencia mensurable.
Reducir la pobreza infantil, al igual que enfrentar el cambio climático, requiere de una cooperación humana generalizada y de cierto grado de sacrificio individual. El problema es que nos resulta más fácil concebir una solución tecnológica para los problemas sociales complejos que imaginar que los políticos y los ciudadanos se unan en torno a una causa común. Y, como consideramos que los obstáculos tecnológicos son superables, tenemos más firmeza –y tendemos a ser más tolerantes con el fracaso- cuando perseguimos estos objetivos. Por ejemplo, si bien un incendio se cobró las vidas de los astronautas del Apollo 1 –Edward H. White II, Virgil I. “Gus” Grissom y Roger B. Chaffee-, la NASA cumplió con el plazo del presidente norteamericano John F. Kennedy para aterrizar en la luna. De la misma manera, alentamos en silencio al CEO de SpaceX, Elon Musk, cuando fantasea sobre colonizar Marte.
Aun así, no podemos contar con que algún multimillonario benéfico desarrolle una nueva tecnología milagrosa que nos salve del cambio climático. Sólo una cooperación genuina puede afrontar ese problema y muchos otros de iguales características.
Los ideales compartidos pueden ser motivadores poderosos, sin importar su contenido moral. Muchos en la primera generación de revolucionarios soviéticos creían genuinamente en la visión de una utopía comunista sin explotación humana e hicieron los sacrificios personales necesarios para que así fuera. No fue hace mucho que veíamos a los nazis modernos como irremediablemente ilusos. Sus marchas ocasionales eran casi una fuente de alivio cómico –historias guardadas para días de pocas noticias, junto al pensionado que lega una fortuna a su gato-. Ahora, tenemos que tomarnos nuevamente en serio a los nazis; tenemos que preocuparnos por los sacrificios que pueden estar dispuestos a hacer para defender una causa maléfica.
Tristemente, no tenemos otra alternativa que aceptar la eficacia perversa de sus ideales; pero no deberíamos ignorar el poder potencial de los ideales positivos como motores para la cooperación y el progreso moral. Deberíamos permitirnos consentir algunas de nuestras fantasías más optimistas. Por lo general, suelen dar algún fruto. Y algún fruto es mejor que nada.
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Many countries’ recent experiences show that boosting manufacturing employment is like chasing a fast-receding target. Automation and skill-biased technology have made it extremely unlikely that manufacturing can be the labor-absorbing activity it once was, which means that the future of “good jobs” must be created in services.
shows why policies to boost employment in the twenty-first century ultimately must focus on services.
Minxin Pei
doubts China’s government is willing to do what is needed to restore growth, describes the low-tech approaches taken by the country’s vast security apparatus, considers the Chinese social-credit system’s repressive potential, and more.
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WELLINGTON – Donde uno mire –los medios, la retórica de los líderes políticos o las discusiones online- encuentra un prejuicio hacia los malos ideales. Esto no pretende sugerir que nosotros (o la mayoría de nosotros) apruebe, por ejemplo, el racismo, la misoginia o la homofobia, sino más bien que les otorgamos eficacia. Creemos que los ideales extremistas deben ser combatidos, porque implícitamente los consideramos lo suficientemente potentes como para atraer nuevos adeptos, y lo suficientemente contagiosos como para propagarse.
Al mismo tiempo, tendemos a tomarnos los ideales positivos menos seriamente, instintivamente escépticos de que sea posible hacer un progreso significativo para achicar la brecha de riqueza o abrirle la puerta a una economía cero en carbono. Las políticas propuestas para alcanzar estos fines éticos son consideradas fracasos utópicos, y a los políticos que las respaldan se los mira con sospecha o directamente se los descarta. En conjunto, nuestros prejuicios nos llevan a ceder el poder motivador del idealismo a los malos, cuando podríamos estar aprovechándolo para el bien común.
Durante las elecciones generales de Nueva Zelanda en 2017, muchos analistas se burlaban de la visión optimista que defendía la líder del Partido Laborista Jacinda Ardern considerándola “polvo de hadas”. De la misma manera, cuando unos alumnos se acercaron a Dianne Feinstein, senadora norteamericana demócrata por el estado de California, para pedirle que respaldara la legislación para un Nuevo Trato Verde, ella descartó sus demandas por considerarlas poco realistas. “Esa resolución no pasará por el Senado”, dijo, “y pueden ir con quienes los enviaron aquí y decírselo”.
Ahora consideremos el caso del supremacista blanco que asesinó a 51 personas en una mezquita en Christchurch, Nueva Zelanda, en marzo: le otorgamos eficacia a sus ideales repugnantes. Su objetivo manifiesto era revertir “el gran reemplazo” de los europeos blancos por africanos y gente de Oriente Medio, lo cual, argumentó, también “salvaría al medio ambiente”. Eso es lisa y llanamente absurdo. Y, sin embargo, cuando un joven de 19 años mató a una persona e hirió a tres en un ataque en una sinagoga de California en abril, le prestamos atención al hecho de que pueda haber hecho referencia online al manifiesto del atacante de Christchurch. Y, en ambos casos, reconocemos abiertamente que estos hombres son el vástago ideológico del supremacista blanco y asesino en masa noruego Anders Breivik.
Obviamente, deberíamos seguir preocupándonos porque los ideales de supremacistas blancos y otros extremistas se propaguen online y resuenen entre nosotros. Pero si vamos a tomar en serio el poder persuasivo de estos “influenciadores”, deberíamos hacer lo mismo con los ideales positivos que a primera vista pueden parecer absurdos. Salpicada en el “polvo de hadas” de Ardern estaba la esperanza de erradicar el endeudamiento de los estudiantes y reducir significativamente la pobreza infantil. Si nos tomáramos en serio estos objetivos, podríamos darles el mismo tipo de eficacia que ya le imputamos a las ideologías tóxicas. Si no los descartamos de cuajo, podemos empezar a pensar en cómo realmente hacerlos realidad.
Ningún ideal moral digno es plenamente alcanzable. Aún en la próspera Nueva Zelanda, quienes creen verdaderamente en el esfuerzo de poner fin al desamparo se preparan para una desilusión inevitable. Imaginemos a una investigadora médica joven que sueña con curar el cáncer. Al final de su carrera, ha liderado un tratamiento revolucionario para la leucemia mieloide aguda. Técnicamente, su sueño no se hizo realidad. ¿Pero habría hecho el aporte invalorable que hizo si no hubiera abrazado el sueño poco realista de curar el cáncer?
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Reducir la pobreza infantil, al igual que enfrentar el cambio climático, requiere de una cooperación humana generalizada y de cierto grado de sacrificio individual. El problema es que nos resulta más fácil concebir una solución tecnológica para los problemas sociales complejos que imaginar que los políticos y los ciudadanos se unan en torno a una causa común. Y, como consideramos que los obstáculos tecnológicos son superables, tenemos más firmeza –y tendemos a ser más tolerantes con el fracaso- cuando perseguimos estos objetivos. Por ejemplo, si bien un incendio se cobró las vidas de los astronautas del Apollo 1 –Edward H. White II, Virgil I. “Gus” Grissom y Roger B. Chaffee-, la NASA cumplió con el plazo del presidente norteamericano John F. Kennedy para aterrizar en la luna. De la misma manera, alentamos en silencio al CEO de SpaceX, Elon Musk, cuando fantasea sobre colonizar Marte.
Aun así, no podemos contar con que algún multimillonario benéfico desarrolle una nueva tecnología milagrosa que nos salve del cambio climático. Sólo una cooperación genuina puede afrontar ese problema y muchos otros de iguales características.
Los ideales compartidos pueden ser motivadores poderosos, sin importar su contenido moral. Muchos en la primera generación de revolucionarios soviéticos creían genuinamente en la visión de una utopía comunista sin explotación humana e hicieron los sacrificios personales necesarios para que así fuera. No fue hace mucho que veíamos a los nazis modernos como irremediablemente ilusos. Sus marchas ocasionales eran casi una fuente de alivio cómico –historias guardadas para días de pocas noticias, junto al pensionado que lega una fortuna a su gato-. Ahora, tenemos que tomarnos nuevamente en serio a los nazis; tenemos que preocuparnos por los sacrificios que pueden estar dispuestos a hacer para defender una causa maléfica.
Tristemente, no tenemos otra alternativa que aceptar la eficacia perversa de sus ideales; pero no deberíamos ignorar el poder potencial de los ideales positivos como motores para la cooperación y el progreso moral. Deberíamos permitirnos consentir algunas de nuestras fantasías más optimistas. Por lo general, suelen dar algún fruto. Y algún fruto es mejor que nada.