6dedfc0346f86f8c0803ec02_pa3751c.jpg Paul Lachine

Y el Nilo fluye libremente

NUEVA DELHI – Durante 18 días, en medio del ir y venir de la protesta, no parecía posible que el fin de la Revolución Egipcia se produjera tan rápido, en un anuncio sucinto que duró no más de medio minuto: “El presidente Hosni Mubarak renunció al cargo…” Con eso, en medio de clamores de victoria, terminó una era, reafirmando el viejo dicho de que “los cementerios del mundo están llenas de aquellos que se consideraban indispensables para sus países”.

En los días y semanas por delante, podrían darse momentos en los que las noticias provenientes del Cairo no sean tan optimistas, pero nunca olvidemos que Egipto dio un paso gigantesco, que en realidad es un paso gigantesco para los árabes. Después de todo, Egipto es el corazón, cerebro y centro neurálgico del mundo árabe. Es verdad, una vez desovó a la radical Hermandad Musulmana, pero también dio a luz al socialismo y al anti-colonialismo islámico, a la unidad árabe y ahora a una afirmación democrática de la voluntad del pueblo. Las acusaciones perniciosas de que los árabes no quieren la democracia quedaron expuestas como la gran mentira que son.

Egipto, en las palabras memorables del gran poeta bengalí Rabindranath Tagore, es la tierra “donde la cabeza (ahora) está bien alta y la mente (ahora) no tiene miedo…” Las consecuencias serán enormes. Las antiguas tierras árabes están agitadas. Las autocracias que ya tienen décadas de vida y son aparentemente inamovibles descubren que su control del poder se salió de sus goznes; el cambio está invadiendo sus entornos estáticos. Los tratados de ayer, particularmente aquellos con Estados Unidos e Israel, ya no inspirarán el mismo tipo de confianza que tuvieron durante mucho tiempo como instrumentos de política de estado.

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