Una nación secuestrada

El editorial publicado el 6 de julio en el periódico colombiano Diario del Sur (“Una bofetada a la violencia”) fue extático: “Nunca antes, a pesar de la violencia que nos ha agobiado durante tantos años, Colombia había vivido una jornada como la de ayer: histórica e inolvidable en todos los aspectos”.

Al mediodía del 5 de julio, colombianos de todo el país salieron a las calles a mostrar su indignación por la noticia de que los rebeldes izquierdistas habían asesinado a 11 políticos provinciales que tenían secuestrados. Los participantes formaron una cadena humana y vistieron camisas blancas. Mis colegas en la capital, Bogotá, y en el sur del país, en donde tenemos proyectos humanitarios, comentan que todo el mundo ondeaba pañuelos blancos. En todas partes se soltaron globos blancos. Las agencias de prensa calculan que, con una participación de más de un millón de personas, esta ha sido la manifestación pública de protesta más grande desde octubre de 1999, que también –tristemente- fue una manifestación en contra de la violencia y los secuestros.

Pero, mientras que el asesinato de los 11 congresistas de la región de Cali –atribuido a los rebeldes izquierdistas- generó consternación e ira, no hay consenso en cuanto a cómo resolver el problema crónico del “secuestro”. Algunos colombianos exigen un “acuerdo humanitario” –un intercambio de prisioneros por secuestrados- y rechazan la solución de rescate a “sangre y fuego”. Otros se oponen a “ceder territorio” (el establecimiento de una zona desmilitarizada donde pudiera llevarse a cabo dicho intercambio) y exigen al gobierno ¡“firmeza, siempre firmeza”! (que se muestre “firme” y persiga a los rebeldes).

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