Paradojas A La Izquierda


La muerte de Augusto Pinochet, el ex dictador chileno, bien puede servir para marcar el final del año en que la izquierda latinoamericana ha vuelto a brillar, algo que la resonante reelección de Hugo Chávez en Venezuela no hace más que subrayar. Pero el miedo a la izquierda que campeaba en los años de Pinochet casi ha desaparecido de la región.
La izquierda ganó terrenos que nunca había pisado. Pese a que las victorias de Felipe Calderón en México, de Álvaro Uribe en Colombia y de Alan García en Perú detuvieron el tsunami de victorias socialistas, el resultado es ampliamente favorable a esta tendencia. Chávez ya no es un populista solitario. Lo acompañan, en la región andina, dos clones que van a ensayar sus recetas: Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador. En el resto del continente la otra izquierda –la confiable para Wall Street- no se sumará a las actitudes caricaturescas de Chávez pero tampoco a una cruzada para incomodarlo.
Pero esta izquierda no es radical. El regreso desde las tinieblas de Daniel Ortega en Nicaragua y de Alan García en Perú, dos de los más macartizados enemigos de la política exterior de Estados Unidos en los ochenta, es muy elocuente. Ortega triunfó en alianza con el somocismo. García derrotó a Ollanta Humala, quien presumiblemente se habría unido a la corriente chavista.
La tranquilidad de la derecha no es fruto de la desaparición del anticomunismo ni significa que Estados Unidos renunció a sus intenciones hegemónicas. Se explica porque esta izquierda no es izquierda. Mira el crecimiento, la disciplina fiscal y la competitividad con pragmatismo y no como banderas ideológicas. Sus propuestas económicas no son las que determinan su carácter: se siente a gusto con políticas como las que siguieron Luis Ignacio Lula Da Silva en su primer cuatrienio en Brasil o las de los presidentes socialistas Ricardo Lagos y Michele Bachelet en Chile. No son los tiempos para rechazar aplausos de los grandes empresarios ni de cosecharlos con discursos contra el FMI.
Lo que marca la frontera entre la izquierda y la derecha es la posición frente asuntos políticos. La modernización de las legislaciones para quitarle obstáculos a las nuevas tendencias de comportamiento social: los derechos de las parejas de mismo sexo, la libertad religiosa, el aborto, y la igualdad del hombre y la mujer en el trabajo, por ejemplo. Estos asuntos han subido en importancia y prioridad en el debate público y propician un enfrentamiento entre las fuerzas políticas que acaban de llegar al gobierno, y sus conservadoras oposiciones.
La política exterior también es emblemática. La izquierda latinoamericana no comparte la visión del mundo de George W. Bush. En asuntos globales, no acompañó a la Casa Blanca en la guerra de Irak, ni tolera su desdén por el multilateralismo ni está dispuesta a enfilarse en la cruzada mundial antiterrorista. En la esfera continental no acompañó el área de libre comercio de las Américas (ALCA) y en general quiere unas relaciones con Estados Unidos con espacios para promover iniciativas propias. En cambio, a gobernantes de derecha como Álvaro Uribe en Colombia no les molesta hablar de una relación especial con Bush, ni acompañar su discurso de política exterior.
Todo indica que esta izquierda es más política que económica. Y de allí van a surgir sus mayores desafíos. Un exceso de complacencia con el crecimiento y los equilibrios macroeconómicos pueden generar frustración entre los electores que buscaron mejores condiciones de vida al llevar al poder a la social democracia. La educación –su calidad, más que la cobertura- fue un gran tema en las elecciones de Chile. El debate sobre la distribución y sobre la capacidad del crecimiento para reducir la pobreza se está haciendo cada vez más importante. Si la nueva izquierda no sabe responder a estas inquietudes se puede quedar sin respuestas para las preguntas más relevantes del momento.
En lo político también hay retos. Hay otra paradoja en este proceso: los triunfos electorales de la izquierda son una manifestación de madurez democrática. Y sin embargo, más allá del hecho de que los gobernantes se escojan por voto popular, hay preocupantes signos de debilidad en la institucionalidad democrática. Los mandatarios se reeligen en forma demasiado fácil –Uribe, Lula, Chávez, Ortega, García- con sus consecuentes concentración del poder y limitaciones para el surgimiento de nuevos liderazgos. Se hacen constituyentes para consolidar el control del escenario político, más que como instrumentos para redactar mejores normas. Los militares todavía ejercen influencia política en Chile, Ecuador, Venezuela y Colombia. Los sistemas electorales son precarios hasta el punto de generar situaciones patéticas como la de México con sus 'dos presidentes'. Los partidos pierden terreno frente a las aventuras caudillistas como López Obrador en México y Hugo Chávez en Venezuela, y los Congresos concentran la antipatía de la opinión pública.
La nueva izquierda tiene que responder a difíciles preguntas sobre el futuro de la democracia. Lo cual redondea la gran paradoja de los triunfos electorales de la izquierda en América Latina. Los votantes optaron por ella con ilusiones, en materia económica, que no serán prioridad de los gobiernos. Y lograron victorias históricas gracias a una democracia cuya supervivencia no está asegurada.

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